lunes, 8 de diciembre de 2008

Todos los fuegos el fuego

Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo.

A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.

El mundo es eso —reveló—. Un montón de gente, un mar de fueguitos.

Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás.

No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.

Eduardo Galeano


Una vez en el colegio, para una especie de convivencia, teníamos que elegir algún objeto con el cual nos identificáramos, o el cual de una idea de cada uno. Yo elegí una vela. Cuando me tocó "presentarme" encendí la vela y dije que yo era eso... que daba luz, alegría y calor a los otros... pero que un viento (y soplé y apagué la llamita) o cualquier circunstancia adversa podía apagarme...
Pasó el tiempo y estoy haciendo que esos vientos alimenten mi luz (como cuando abanicamos el fuego de un asado), y no me apaguen.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Querido García Márquez,

Hoy vi la película basada en tu libro El amor en los tiempos del cólera y si bien volví a llorarte cual adolescente que se identifica con el amor imposible, te escribo porque hay una línea que me mató escuchar y que la fui a buscar al libro para corroborarla... no lo podía creer.
"Aprovecha ahora que eres joven para sufrir todo lo que puedas -le decía (Tránsito Ariza a Florentino)- que estas cosas no duran toda la vida."
¿Por qué hay cosas tan simples que en el momento no podemos verlas?.
Leí tu libro en plena adolescencia, y no recuerdo que esa frase haya mellado mi mente. Pero ahora, creo ya saliendo de esa etapa y sintiéndome a veces un poco más evolucionada, esa frase se cae de madura y me digo "de haberla sabido antes... me hubiera ahorrado lágrimas y días grises" pero me recuestiono y pienso... ¿no será que todo funciona así? ¿que todos funcionamos así?.
Ahora que sé que "ésto también pasará", que "estas cosas no duran toda la vida", ¿qué hago?, es horrible saber que tanto las cosas buenas como las malas tienen un final, es deprimente y no sé si voy a poder sacármelo de la cabeza. De un tiempo a esta parte a veces tengo la sensación mientras estoy pasándola bien, que es éso y nada más; que cuando tengo ganas de seguir llorando hasta quedarme seca sintiendo que nada tiene sentido son simples ganas que se agotan con el correr de los minutos... ¡todo es efímero! ¡estoy indignada!.

Te mando saludos, gracias por hacer que me ponga a pensar y que la angustia me invada por no poder obtener respuestas que me satisfagan.

Natalí

Julio Cortázar también habla de la soledad

La rayuela se juega con una piedrecita que hay que empujar con la punta del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrecita, un zapato y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil llegar con la piedrecita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo. Poco a poco, sin embargo, se va adquiriendo la habilidad necesaria para salvar las diferentes casillas (rayuela caracol, rayuela rectangular, rayuela de fantasía, poco usada) y un día se aprende a salir de la Tierra y remontar la piedrecita hasta el Cielo, hasta entrar en el Cielo, lo malo es que justamente a esa altura, cuando casi nadie ha aprendido a remontar la piedrecita hasta el Cielo, se acaba de golpe la infancia y se cae en las novelas, en la angustia al divino cohete, en la especulación de otro Cielo al que también hay que aprender a llegar. Y porque se ha salido de la infancia se olvida que para llegar al Cielo se necesitan, como ingredientes, una piedrecita y la punta de un zapato.


Metiéndose en un zanguán encendió un cigarrillo. Caía la tarde, grupos de muchachas salían de los comercios, necesitadas de reír, de hablar a gritos, de empujarse, de esponjearse en una porosidad de un cuarto de hora ante de recaer en el biftec y la revista semanal. Oliveira siguió andando. Sin necesidad de dramatizar, la más modesta objetividad era una apertura al absurdo de París, de la vida gregaria. Puesto que había pensado en los poetas, era fácil acordarse de todos los que habían denunciado la soledad del hombre junto al hombre, la irrisoria comedia de los saludos, el “perdón” al cruzarse en la escalera, el asiento que se cede a las señoras en el metro, la confraternidad en la política y los deportes. Sólo un optimismo biológico y sexual podía disimularle a algunos su insularidad, mal que le pesara a John Donne. Los contactos en la acción y la raza y el oficio y la cama y la cancha, eran contactos de ramas y hojas que se entrecruzan y acarician de árbol a árbol, mientras los troncos alzan desdeñosos sus paralelas inconciliables. “
En el fondo podríamos ser como en la superficie”, pensó Oliveira, “pero habría que vivir de otra manera. ¿Y qué quiere decir vivir de otra manera? Quizá vivir absurdamente para acabar con el absurdo, tirarse en sí mismo con una tal violencia que el salto acabara en los brazos de otro. Sí, quizá el amor, pero la otherness nos dura lo que dura una mujer, y además solamente en lo que toca a esa mujer. En el fondo no hay otherness, apenas la agradable togetherness. Cierto que ya es algo…” Amor, ceremonia ontologizante, dadora de ser. Y por eso se le ocurría ahora lo que a lo mejor debería habérsele ocurrido al principio: sin poseerse no había posesión de la otredad, ¿y quién se poseía de veras? ¿quién estaba de vuelta de sí mismo, de la soledad absoluta que representa no contar siquiera con la compañía propia, tener que meterse en el cine o en el prostíbulo o en la casa de los amigos o en una profesión absorbente o en el matrimonio para estar por lo menos solo-entre-los-demás? Así, paradójicamente, el colmo de la soledad conducía al colmo del gregarismo, a la gran ilusión de la compañía ajena, al hombre solo en la sala de los espejos y los ecos. Pero gentes como él y tantos otros, que se aceptaban a sí mismos (o que se rechazaban pero conociéndose de cerca) entraban en la peor paradoja, la de estar quizá al borde de la otredad y no poder franquearlo. La verdadera otredad hecha de delicados contactos, de maravillosos ajustes con el mundo, no podía cumplirse desde un solo término, a la mano tendida debía responder otra mano desde afuera, desde lo otro.

domingo, 16 de noviembre de 2008

"No hay como perderse para hacerse baquiano"

El sufrimiento


(Fragmento de Artes del buen vivir,

Roxana Kreimer, Ediciones Anarres)

"Nadie me parece más desgraciado que el que

nunca experimentó una desgracia. Piensa que

entre los males que parecen tan terribles, no hay

ninguno que no podamos vencer; ninguno sobre el

cual no hayan triunfado los grandes hombres.

¡Sepamos triunfar también nosotros sobre algo!"

(Séneca)

La vida revela, incluso a los más afortunados, la experiencia del sufrimiento. Hay quienes están más protegidos contra el riesgo de padecer sufrimientos, y las condiciones socioeconómicas son un reaseguro contra gran cantidad de riesgos. Sin embargo, nadie está a salvo del dolor. Quien teme los dolores, teme lo que necesariamente habrá de alcanzarlo, tarde o temprano. Cuando alguien sufre y exclama: "¿Por qué tuvo que pasar esto?", nos muestra su consternación y el sinsentido del mal. Cuando alguien sufre y exclama: "¿Por qué tuvo que pasarme esto a mí?" nos muestra el lugar accidental -y no necesario- que le asignamos al dolor en nuestra vida. Nadie exclama "¿Por qué tuvo que pasarme esto a mí?" cuando gana la lotería. Sentimos que el placer nos corresponde naturalmente.

El sufrimiento, en cambio, limita nuestras expectativas futuras o las suprime dolorosamente. Se vincula con la pretensión de poseer por completo algo que está sujeto al cambio, que es la forma más general de ser de todos los objetos y fenómenos. Reduce nuestra capacidad de obrar y, en situaciones extremas, se impone con tal fuerza que nos oprime el corazón y nos produce una feroz cerrazón en la garganta.

Algunas religiones juzgaron que el dolor es un castigo que infligen los dioses, análogo al castigo que el padre inflige al hijo. En contraste con esta perspectiva, es posible pensar que el sufrimiento no es un desvío en la fluida autopista del placer sino su contracara. En el contexto de la filosofía china, el tandem placer-dolor constituye un juego de opuestos más de los que rigen la armonía de todo lo existente.

Día y noche, femenino y masculino, frío y caliente, placer y dolor. Sufrimos porque hemos gozado. No como castigo por haber gozado. Si hemos de gozar, tendremos que saber que estaremos más expuestos al sufrimiento. Lao-Tzé lo dijo así: "Sólo reconocemos el mal por comparación con el bien". Y Platón en el Fedón: "¡Qué extraña cosa, amigos, parece ser eso que los hombres llaman placer! ¡Cuán admirablemente está relacionado por naturaleza con lo que parece ser su contrario, el dolor! No quieren presentarse los dos juntos en el hombre, pero si alguien posee uno de ellos, casi siempre está obligado a poseer también el otro, como si estuvieran atados por una sola cabeza, a pesar de ser dos".

Frente a esta perspectiva, algunas filosofías -entre ellas la de los estoicos más radicales- razonaron: "Si el placer suele venir de la mano del dolor, extirpémoslo como si se tratara de un cáncer. Si no gozamos, tampoco sufriremos". Filósofos menos drásticos encontraron que esa actitud, lejos de ser prudente, es propia de insensibles.

Hay factores que contribuyen enormemente a agudizar el sufrimiento. Uno de ellos es la sorpresa. Un ser querido que jamás tuvo dolencias cardíacas muere joven de un ataque al corazón; nos echan sorpresivamente del trabajo; un amigo nos traiciona. En estos casos el sufrimiento se agudiza con la consternación, que es el sentimiento que suma la sorpresa al dolor. Un dolor sorpresivo -todos lo sabemos- suele ser mucho más agudo que un dolor anunciado. Cuando cede el asombro, el dolor pierde parte de su ferocidad.

Otro factor que contribuye a agudizar el sufrimiento es el cambio de hábitos. Nos echan del trabajo y además del sueldo extrañamos el almuerzo compartido con los compañeros. Nos separamos de nuestra pareja, y parte del sufrimiento que padecemos obedece a que extrañamos los innúmeros rituales compartidos a lo largo de los años, esos amados ritmos que en su momento nos hicieron optar por lo bueno conocido. El poder de la costumbre revela los límites de la razón: el fumador sabe que el hábito de fumar puede sustraerle la vida misma (su razón ha sido persuadida sobre los peligros del cigarrillo), una vida que él desea fervientemente conservar, pero intenta dejar de fumar y no lo logra. El hábito somete como un déspota sanguinario. No siempre es posible librarse de él mediante razones, es preciso generar las condiciones para que otros hábitos los suplanten. Esa transición -entre un universo de hábitos y otro- suele ser dolorosísima.

Otro factor que contribuye a agudizar el dolor es el horror mismo al sufrimiento. Cuando se le hace mal a alguien, no sólo aparece el dolor o la angustia sino también el horror al dolor. Sufrimos por la pena que nos embarga, y también por autocompasión, por la injusticia de la que sentimos ser objeto. "La parte del alma que pregunta ¿por qué se me hace mal? es la parte de todo ser humano que ha permanecido intacta desde la infancia", escribe Simone Weil. El desarrollo de la medicina y las imágenes publicitarias de la felicidad favorecen este horror al sufrimiento. Como si el dolor -o los problemas en general- no formaran parte de la vida.

Algunos de los males decisivos que nos aquejan son inevitables. No están en nuestro poder. Muere un ser querido, y no pudimos hacer nada para evitarlo. Diversas corrientes de pensamiento -entre ellas el estoicismo y el budismo- confluyen en subrayar la necesidad de aceptar las circunstancias adversas y el dolor. Aceptar el cambio, incluso si es doloroso. Aceptar que el dolor es parte de la vida. Sufro, entonces existo. "De hombres es sentir los males, y flaqueza no sufrirlos", dice un refrán popular.

A esta aceptación del dolor el budismo la llamó desapego y el estoicismo, amor fati (amor por los hechos). El amor fati no es la aceptación pasiva de la resignación sino la aceptación valiente de lo que ocurre. Lo que es inevitable no debe lamentarse en exceso. Algo que ya ha sucedido no puede cambiarse, de modo que es inútil perder tiempo pensando que podría haber sido de otro modo. Los males inevitables hay que soportarlos y reservar nuestra energía para ahorrar los males evitables.

Aunque las versiones más extremas del estoicismo conducen a una obediencia ciega al orden del mundo, a una resignación allí donde debería haber rebeldía, en las versiones más moderadas el amor fati es compatible con la posibilidad de revisar los aspectos que uno puede modificar, con la de dotarnos de los medios que dependen de nosotros para transformar el mundo, sin por ello desperdiciar energía en aquello que no puede cambiarse.

Aristóteles y los estoicos dividen los problemas en dos: los que están en nuestro poder, y los que no están en nuestro poder. Respecto a estos últimos, de lo que se trata es de entrenarnos para sufrir lo menos posible. Aceptación valiente del dolor, de los problemas, de las angustias y de los pavores como una parte necesaria de la vida, como el revés de la alegría, el gozo y la tranquilidad.

Aunque gran cantidad de cosas no dependen de nosotros, hay algo que sí está en nuestro poder. Y es el modo de reaccionar frente a lo que nos sucede, incluso cuando debemos optar entre dos alternativas que no hemos elegido. Epicteto formuló así esta idea: "No busques que los acontecimientos sucedan como tú quieres, sino desea que, sucedan como sucedan, tú salgas bien parado".
Esta diferencia entre lo que nos pasa y el modo en que reaccionamos frente a lo que nos pasa implica que no sufrimos tanto por lo que nos sucede como por el modo en que valoramos lo que nos sucede. Lo que ocurre a una persona en su vida es menos importante que la manera de sentirlo.

No nos alegramos ni nos entristecemos por lo que son las cosas en sí mismas, sino por lo que representan para nosotros a través de las apreciaciones que hacemos de ellas.

La filosofía nos enseña que nuestro dolor no es sólo personal, que hay razones que no son individuales y que estructuran nuestro dolor. Esto nos permite participar y comprender en alguna medida los infortunios que padecen los demás, aprender de su experiencia y ofrecer nuestra propia experiencia a los otros. "Estando tú mismo lleno de llagas, eres médico de otros", escribe Eurípides.

Filosofamos porque sufrimos, porque entristecemos y nos angustiamos. Los problemas desentierran al filósofo que todos llevamos dentro. Aún quien no sabe que filosofa, filosofa cuando sufre. El budismo y el estoicismo son dos filosofías que enseñan a adaptarse a los cambios. "¿Hay algo en el mundo que esté al abrigo de los cambios? La tierra, el cielo, toda la inmensa máquina del universo no están exentos de cambios", escribe Séneca. Ambas filosofías enseñan también a soportar el dolor, contentarse con lo que se tiene y desarrollar la virtud más allá de las contingencias de la suerte, que en un abrir y cerrar de ojos puede quitarnos los bienes que nos procuró. Si somos virtuosos, diría un estoico, es decir, si somos justos y por tanto vivimos procurando no hacer daño a los demás y protegiendo a quienes debemos amparar, si tenemos inteligencia práctica (phrónesis) y sabemos actuar convenientemente en cada momento, si somos valientes y podemos escapar al puro juego de los instintos desarrollando nuestra capacidad de vencer el miedo y tolerar la adversidad, si somos moderados y por tanto no compramos placeres al precio de dolores, si somos humildes y tenemos consciencia de los límites de nosotros mismos, hay un bien crucial que el sufrimiento no puede quitarnos.

El bienestar incluye necesariamente el dolor y la existencia de problemas, y el sabio será feliz aún si le faltan los bienes externos. ¿Cómo aceptar el dolor? Del mismo modo que se habla, se camina, se construye una casa o se maneja una computadora: aprendiendo. La virtud no es un don de la naturaleza: se aprende, se entrena y se enseña.

Quienes no están habituados a enfrentar problemas o a sentir dolores, a menudo ceden ante el más ligero contratiempo. Las primeras grandes desgracias (aún cuando irrumpan en una edad muy avanzada) con frecuencia son las peores, de allí que tantos adolescentes se suiciden por faltarles familiaridad con el dolor. Quienes se han habituado a las adversidades suelen soportarlas con mayor firmeza y valentía. Con los años solemos adquirir cierta capacidad para defendernos de la angustia, lo que no significa que seamos insensibles a ella ni que necesariamente la padezcamos con menor intensidad.

El sufrimiento enseña a enfrentar las desgracias. Hay quien lamenta no poder soportar un golpe más en un cuerpo marcado por el dolor, y hay quien puede enfrentar con valor la más absoluta de las adversidades. "No hay como perderse para hacerse baquiano", dice un proverbio popular de buen sentido común o buena opinión (doxa), que para Platón era el primer paso hacia la sabiduría. Virtud significa fuerza, no insensibilidad.

Cuando el dolor nos oprime el pecho, lo mejor que podemos hacer es gritar y llorar todo lo que sea necesario. Al cabo de tres meses, de siete meses o de un año, descubrimos que la alegría vuelve a ser posible. Hemos sido valientes porque no nos hemos paralizado frente a la desesperación, hemos sobrevivido con firmeza de alma, paciencia y perseverancia.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Texto de 1999

Si te miro fijamente
te descubro,
despierto, inquieto, refrescante,
distante, pero tan cerca

Si te miro fijamente
sigo descubriéndote,
libre, sincero, inteligente

Si sigo mirándote
veo más y más adentro tuyo
y me encuentro a mi misma
mirándote fijamente

Si te miro fijamente
encuentro que comienzo dulcemente
más y más a comprenderte

Y mi corazón se llena en silencio
de desear que en cualquier momento
con tus ojos
veas en mi corazón
que estás mirandome fijamente...


Natalí '99, con un poco de barniz

sábado, 1 de noviembre de 2008

La capacidad de estar sola

La capacidad de estar solo es un recurso precioso que permite estar en contacto con los más profundos sentimientos propios, desarrollar la imaginación creativa y soportar mejor la pérdida. Esta capacidad se adquiere en la infancia.
El psiquiatra inglés Donald W. Winnicott consideraba la capacidad de estar solo en presencia de la madre como un importante signo de la madurez del desarrollo afectivo.

En Más allá del principio del placer (1920), Freud cuenta que había observado a su nieto de dieciocho meses jugando a lanzar un carrete lejos de su vista mientras gritaba “Fort!” (“lejos!”, en alemán) y luego, tras haber rodado el carrete bajo el diván, lo recuperaba tirando del hilo mientras decía “Da!” (“ahí!”). Freud comprendió que mediante este carrete que se alejaba, desaparecía pero volvía a aparecer, el niño aprendía a dominar la ausencia: “Mamá se va, me falta, pero va a regresar!”.

Nuestra actitud frente a la soledad impuesta por los acontecimientos de la vida está entonces ligada al aprendizaje que se hizo de ella en la infancia. Cuando de niño no ha sido preparado y un día se ve arrojado a ella a causa de una separación, un duelo o un cambio profesional, la persona confundirá entonces el sufrimiento provocado por la separación con la soledad. Ahora bien, es la ausencia del ser amado la que es dolorosa, no la soledad. Si ésta se soporta mal, es también porque se nos ha educado en la idea de que sólo la mirada del otro nos permite acceder a la existencia, que la felicidad afectiva está ligada únicamente a la presencia del otro.
Es lo que sucede con las madres que invaden la vida de su hijo, que saturan todo su espacio psíquico, no dándole nunca la oportunidad de aprender la soledad. Porque a ellas mismas les cuesta estar solas, se angustian al ver a su hijo solitario, ya que confunden soledad y tristeza. Son estas mismas personas las que se angustian por el silencio del otro: “Dime algo!”. Para ellas, cualquier silencio es hostil, hay que tapar todos los huecos, hablar, aunque no importe de qué. Estas mismas personas, para compensar el carácter negativo que atribuyen a la soledad, la atiborran con actividades, con vínculos, incluso artificiales. Necesitan sin cesar estar pegadas al otro, porque tienen la sensación de que, sin el contacto, el vínculo de amor se rompería.
Estas personas confunden el amor y la dependencia. No pueden prescindir del otro y, alienando así tanto su libertad como la del otro, anhelan estar permanentemente en su presencia. Sin embargo, como ya se ha comprobado de antiguo, el amor necesita distancia. Si se está demasiado cerca, ya no se ve al otro. Los hijos deben aprender que amor no rima automáticamente con dependencia, aprender a aislarse en presencia del otro, a ser capaces de jugar o dibujar mientras mamá prepara la comida, a confiar en el amor del otro sin tener que verificar permanentemente que esté ahí.

Marie-France Hirigoyen

lunes, 27 de octubre de 2008

Into the wild

Viví muchas cosas, y ahora creo que hallé lo que se necesita para ser feliz. Una vida aislada y tranquila en el campo con la posibilidad de ser útil para quienes es fácil hacer el bien y que no estén acostumbrados a que se lo hagan. Y un trabajo que se espera sea de utilidad. Y el descanso, la naturaleza, libros, música, amar al prójimo. Ésa es mi idea de felicidad. Y sobre todo eso, tú como compañera, y niños quizás. Qué más puede desear un hombre.
León Tolstoi

Acabo de ver "Into the wild" y quedé paralizada... como el protagonista. Si bien soy consciente de su característica escapística, me emocioné hasta no tener más lágrimas con sus diálogos, canciones y paisajes. Debe ser que me mueve el hecho de saber que nunca voy a hacer un viaje de ese tipo, o tal vez que nunca voy a llegar a tener ese tipo de sabiduría que el flaquito tenía. Ojo, no lo digo de envidiosa... me cuestiono nomás hasta dónde va a llegar MI sabiduría. O tal vez no haya que preocuparse...

¿Alguien me presta un rifle? Bah, mejor sigo viviendo.

martes, 14 de octubre de 2008

Amar y flirtear

"Amar y flirtear" es el título del libro que me atrapó hace unos meses.. y que hoy vuelvo a abrir y a releer. La autora es Sandra Russo, y aquí me pongo a transcribir partes que me gustaron..

Estoy rodeada de mujeres que están hartas de ser fuertes. Eso ya no parece una elección. Es una orden. Esas mujeres están hartas de tener que llevar sus propias cuentas. Están hartas de manejar el auto. Están hartas de hacerse compañía entre ellas y de pasarlo razonablemente bien. Les gustaría pasarlo bien con un hombre, pero sus relaciones naufragan como si el cuento de la media naranja existiera y ellas fueran medias naranjas que siempre salen con medios melones, con medios zapallos, con medios perejiles. Esas mujeres están hartas de su autosuficiencia. Y cederían alguna alhaja, si es que la tienen, a cambio de una etapa Doris Day.

Y los varones. Pobres varones. Les han movido el piso y ellos oscilan entre hacerse las manos en la peluquería y opinar que Beckham es un maricón. Muchos de ellos han devenido en postadolescentes que, sueltos o en pareja, no tienen la menor idea de lo que quieren. Sólo saben que lo que tienen, no es. Sea lo que fuere. Asunto concluido: el clásico no sos vos, soy yo. Ahora son ellos los románticos, y aspiran a que un flechazo de la hostia los precipite sobre una mujer y los convenza de que ninguna otra es necesaria. Las mujeres remamos por amores perdurables, mientras ellos elaboran una serie de estrategias deplorables para evitarnos, después que la pasión ha mermado una alícuota, o apareció en escena alguien que les pareció deseable.

Eso es lo que se ve. Es de lo que se habla. Ya forma parte de ciertos clichés urbanos sobre los que giran series de televisión y libros que se venden mucho. (…) ¿Qué fantasmas nos atacan, qué abandono percibimos, a qué cuota de dolor o de azar estamos dispuestos a arriesgarnos para establecer con alguien del sexo opuesto un vínculo importante?.

Nadie sabe qué tan femenino puede ser un hombre ni qué tan masculina puede ser una mujer. Sabemos que contenemos nuestro opuesto, es una vulgata que se confirma a diario, cuando ellas dan órdenes si son jefas en sus trabajos, o cuando ellos lloran en el cine. Esas conductas no son inesperadas sino más bien todo lo contrario: son las conductas que prevé la época para sujetos de ambos géneros que llevan incrustradas en sus emociones huellas ancestrales y ejemplos paternos y maternos en contrario.

Todo es cultural, decimos. Y es fácil sacarle el velo a cualquier estrategia de relaciones afectivas y observar los hilos de cada época operando en esas circunstancias íntimas. Pero lo real es que ésta es la cultura en la que transcurrirán nuestras vidas, y esa cultura, entre sus permanentes malestares, incluye la de no dotar a las personas de roles fijos ni rígidos. A eso lo hemos denominado libertad. Vaya palabra para nombrar algo que si bien nos ha sacado un peso de encima, nos ha tirado por la cabeza la tarea de decidir por nuestra cuenta absolutamente todo.

"¿Qué quiero?" podría ser una de las preguntas claves de estos tiempos. Una pregunta agobiante.


¿O no?.


Débora Tannen, en Tú no me entiendes, dice que las mujeres crecemos conversando para ganarnos amigas, de modo que desarrollamos la charla como el hilo imprescindible que va cosiendo nuestros vínculos, mientras los hombres crecen jugando, compartiendo acciones con otros varones. Y yo creo que es cierto que las mujeres nos aferramos como locas a las palabras. ¿O qué es el romanticismo?.


(...)


"Dos se hacen compañía. Tres, son una pareja".

Tuc. Puedo recordar cómo crujió mi inconsciente con esas palabras. Culturalmente estamos inclinados a asociar el triángulo amoroso con la infidelidad. Pero casi todas nuestras asociaciones vinculan el triángulo con una pareja en la que uno de sus miembros sigue respetando un contrato de exclusividad, mientras el otro no sólo acepta que su deseo se ha deslizado a otro cuerpo, lleva a cabo la operación física (tiene sexo) que le da satisfacción. Así mirado, podríamos suponer que lo que no perdona la víctima de la infidelidad es que el otro se haya satisfecho por sí mismo, que no haya tenido la misma capacidad de insatisfacción.

Pero también pensé en otro tipo de infidelidades, porque el ensayo de Phillips (Adam Phillips, "Monogamia") de algún modo se excusa en las relaciones amorosas para hablar de otra suerte de flirteo, el intelectual.

miércoles, 8 de octubre de 2008

De estreno

Introducción a Las Nuevas Soledades, de Marie-France Hirigoyen


Me gusta perderme en las luces de la noche.

Allí me invento nuevas soledades.

Nuevas vidas.

Cuando ya no me interesa nuestro mundo.

Cuando los hombres me resultan definitivamente previsibles.

Cuando ya no tengo ganas.

De luchar.

Y de soportar la indiferencia.

Los tiempos cambian.

Pero el presente se parece extrañamente al pasado.

Ven a esconderte en las luces conmigo.

Ángel mío…

Te amo.

Y te dejo.

Aquí.

Gaetan Hochedez,

http://flash.zeblog.com/


No cabe duda de que el incremento de la soledad constituye un fenómeno social que se desarrolla en todos los países ricos del planeta, especialmente en las grandes ciudades. Pero si la soledad forma parte de la historia de la humanidad, con el paso del tiempo ha experimentado una profunda transformación. Por exceso o por defecto, la relación con el otro se ha convertido en el tema de preocupación fundamental de nuestra época. A la vez que vivimos en una era de comunicación y las relaciones entre los individuos son permanentes, e incluso invasivas, numerosas personas tienen un sentimiento doloroso de soledad. Y simultáneamente otras, cada vez más numerosas, optan por vivir solas.

Nos encontramos ante una paradoja: un mismo término remite al mismo tiempo al sufrimiento y a una aspiración de paz y libertad. Por un lado, se nos dice que la soledad es uno de los males de nuestro siglo y que hay que crear a cualquier precio vínculos y comunicación; y por otro, se nos predica la autonomía. No obstante, a pesar del individualismo de nuestros contemporáneos, la soledad sigue arrastrando una imagen negativa, que ignora la importancia de la interioridad. La mayoría de las veces se considera que permanecer solo es una especie de consecuencia de un fracaso relacional, o, si produce la apariencia de una elección, se percibe como un camino garantizado al ascetismo y la desdicha.

Ante una persona sola, cualquiera de nosotros proyecta su propia percepción de la soledad y, en lugar de que este término corresponda simplemente a la descripción de un hecho, se convierte en un juicio. Como antaño el destierro de una comunidad, la prescripción de soledad es con frecuencia la amenaza de un marido violento a la mujer que intenta escapar de sus manos: “Si me dejas, te quedarás sola. Nadie querrá saber de ti!”. Especialmente, son los que no viven solos, sin duda porque no lo soportarían, quienes tienen la visión más negativa de la soledad. Sólo conocen el aislamiento de las personas mayores o los excluidos, o el de los enamorados rechazados.

Aun cuando el celibato se ha puesto “de moda”, la pareja, oficial o no, sigue siendo la norma. Los medios de comunicación pregonan las “nuevas parejas”, el amor y las vías fáciles a la felicidad. Pero apenas hacen el recuento de las frustraciones, porque los vínculos amorosos se han vuelto más complejos, y el número de separaciones y divorcios no deja de crecer. La autonomía de las mujeres ha implicado un cambio importante en las relaciones hombre/mujer y una precarización de los lazos íntimos y sociales. Actualmente, hombres y mujeres zigzaguean entre su necesidad de amor y su deseo de independencia. En efecto, muchas mujeres, a partir del momento en que teóricamente obtuvieron una autonomía financiera y sexual, rechazan sacrificar su independencia a cambio de la comodidad de la vida en pareja. El resultado es que la pareja tradicional desaparece y las nuevas parejas que ocupan su lugar son cada vez menos fusionales y cada vez más efímeras...



Bienvenidos.