lunes, 8 de diciembre de 2008

Todos los fuegos el fuego

Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo.

A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.

El mundo es eso —reveló—. Un montón de gente, un mar de fueguitos.

Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás.

No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.

Eduardo Galeano


Una vez en el colegio, para una especie de convivencia, teníamos que elegir algún objeto con el cual nos identificáramos, o el cual de una idea de cada uno. Yo elegí una vela. Cuando me tocó "presentarme" encendí la vela y dije que yo era eso... que daba luz, alegría y calor a los otros... pero que un viento (y soplé y apagué la llamita) o cualquier circunstancia adversa podía apagarme...
Pasó el tiempo y estoy haciendo que esos vientos alimenten mi luz (como cuando abanicamos el fuego de un asado), y no me apaguen.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Querido García Márquez,

Hoy vi la película basada en tu libro El amor en los tiempos del cólera y si bien volví a llorarte cual adolescente que se identifica con el amor imposible, te escribo porque hay una línea que me mató escuchar y que la fui a buscar al libro para corroborarla... no lo podía creer.
"Aprovecha ahora que eres joven para sufrir todo lo que puedas -le decía (Tránsito Ariza a Florentino)- que estas cosas no duran toda la vida."
¿Por qué hay cosas tan simples que en el momento no podemos verlas?.
Leí tu libro en plena adolescencia, y no recuerdo que esa frase haya mellado mi mente. Pero ahora, creo ya saliendo de esa etapa y sintiéndome a veces un poco más evolucionada, esa frase se cae de madura y me digo "de haberla sabido antes... me hubiera ahorrado lágrimas y días grises" pero me recuestiono y pienso... ¿no será que todo funciona así? ¿que todos funcionamos así?.
Ahora que sé que "ésto también pasará", que "estas cosas no duran toda la vida", ¿qué hago?, es horrible saber que tanto las cosas buenas como las malas tienen un final, es deprimente y no sé si voy a poder sacármelo de la cabeza. De un tiempo a esta parte a veces tengo la sensación mientras estoy pasándola bien, que es éso y nada más; que cuando tengo ganas de seguir llorando hasta quedarme seca sintiendo que nada tiene sentido son simples ganas que se agotan con el correr de los minutos... ¡todo es efímero! ¡estoy indignada!.

Te mando saludos, gracias por hacer que me ponga a pensar y que la angustia me invada por no poder obtener respuestas que me satisfagan.

Natalí

Julio Cortázar también habla de la soledad

La rayuela se juega con una piedrecita que hay que empujar con la punta del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrecita, un zapato y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil llegar con la piedrecita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo. Poco a poco, sin embargo, se va adquiriendo la habilidad necesaria para salvar las diferentes casillas (rayuela caracol, rayuela rectangular, rayuela de fantasía, poco usada) y un día se aprende a salir de la Tierra y remontar la piedrecita hasta el Cielo, hasta entrar en el Cielo, lo malo es que justamente a esa altura, cuando casi nadie ha aprendido a remontar la piedrecita hasta el Cielo, se acaba de golpe la infancia y se cae en las novelas, en la angustia al divino cohete, en la especulación de otro Cielo al que también hay que aprender a llegar. Y porque se ha salido de la infancia se olvida que para llegar al Cielo se necesitan, como ingredientes, una piedrecita y la punta de un zapato.


Metiéndose en un zanguán encendió un cigarrillo. Caía la tarde, grupos de muchachas salían de los comercios, necesitadas de reír, de hablar a gritos, de empujarse, de esponjearse en una porosidad de un cuarto de hora ante de recaer en el biftec y la revista semanal. Oliveira siguió andando. Sin necesidad de dramatizar, la más modesta objetividad era una apertura al absurdo de París, de la vida gregaria. Puesto que había pensado en los poetas, era fácil acordarse de todos los que habían denunciado la soledad del hombre junto al hombre, la irrisoria comedia de los saludos, el “perdón” al cruzarse en la escalera, el asiento que se cede a las señoras en el metro, la confraternidad en la política y los deportes. Sólo un optimismo biológico y sexual podía disimularle a algunos su insularidad, mal que le pesara a John Donne. Los contactos en la acción y la raza y el oficio y la cama y la cancha, eran contactos de ramas y hojas que se entrecruzan y acarician de árbol a árbol, mientras los troncos alzan desdeñosos sus paralelas inconciliables. “
En el fondo podríamos ser como en la superficie”, pensó Oliveira, “pero habría que vivir de otra manera. ¿Y qué quiere decir vivir de otra manera? Quizá vivir absurdamente para acabar con el absurdo, tirarse en sí mismo con una tal violencia que el salto acabara en los brazos de otro. Sí, quizá el amor, pero la otherness nos dura lo que dura una mujer, y además solamente en lo que toca a esa mujer. En el fondo no hay otherness, apenas la agradable togetherness. Cierto que ya es algo…” Amor, ceremonia ontologizante, dadora de ser. Y por eso se le ocurría ahora lo que a lo mejor debería habérsele ocurrido al principio: sin poseerse no había posesión de la otredad, ¿y quién se poseía de veras? ¿quién estaba de vuelta de sí mismo, de la soledad absoluta que representa no contar siquiera con la compañía propia, tener que meterse en el cine o en el prostíbulo o en la casa de los amigos o en una profesión absorbente o en el matrimonio para estar por lo menos solo-entre-los-demás? Así, paradójicamente, el colmo de la soledad conducía al colmo del gregarismo, a la gran ilusión de la compañía ajena, al hombre solo en la sala de los espejos y los ecos. Pero gentes como él y tantos otros, que se aceptaban a sí mismos (o que se rechazaban pero conociéndose de cerca) entraban en la peor paradoja, la de estar quizá al borde de la otredad y no poder franquearlo. La verdadera otredad hecha de delicados contactos, de maravillosos ajustes con el mundo, no podía cumplirse desde un solo término, a la mano tendida debía responder otra mano desde afuera, desde lo otro.